El barco que tomé
naufragó en el centro del desierto.
Con la proa atascada en una duna,
sobre un océano de arena
que había parecido azul
cuando zarpamos.
Llevé al poema de la mano,
con pasos temblorosos
y la boca seca, flagelados por el sol,
igual que dos ancianos
caminando al paredón.
El mar estaba muy lejos,
pero nostros marchamos despacio,
persiguiendo un espejismo
que prometía el abrazo de las olas.
Encontramos sólo huesos, restos de otros
osados, idiotas náufragos,
tristes diablos hambrientos.
Mi poema se quedó con ellos:
no recuerdo un solo verso
y el mar,
cada vez más lejos,
aún inalcanzable
me tienta
con fugaces oasis de una noche.
miércoles, 13 de octubre de 2010
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