miércoles, 8 de abril de 2009

La gente cuervo de París

Aquella mañana me desperté transformado en un horrible monstruo. “Por lo menos no soy una cucaracha”, me dije al contemplar mi terrible rostro en el espejo. Aunque mi cuerpo seguía siendo el que metí- solitario- en la cama la noche de ayer, mi cabeza había sido terriblemente desfigurada. Me contemplaban unos ojos con una expresión entre sorpresa y enorme vacío, y mi boca se había alargado monstruosamente hasta convertirse en un pico afilado y retorcido como un garfio. Mi pelo revuelto eran ahora plumas negras, cubriendo mi rostro por entero, me había convertido en la sátira de un Dios egipcio, en una criatura espantosa con aspecto de llevar sobre sus hombros la guadaña de la muerte. Oh, sí, la mía era la cabeza de un cuervo, esa carismática bestia carroñera, esa que hace de los restos del campo de batallas un festín de entrañas y de ojos.

El desayuno fue extraño: la falta de dientes y de labios lo dificultaba todo. Estuve veinte minutos desmenuzando con cuidado el croissant, y me derramé patéticamente el café sobre la camisa. Hubiese querido maldecir a la creación, pero incluso la voz me había sido arrebatada, y todas las blasfemias que mi frustración empujaba salían proyectadas de mi boca en forma de terribles graznidos. “Nevermore, nevermore”, me aconsejaba el pequeño fantasma de Poe que llevo dentro. “Nevermore, nevermore” era todo lo que salía por mi boca, ¿nevermore qué? Probablemente todo. Me había transfigurado en un ave de carroña, en un emisario de la noche. Un cuervo, joder, un puto cuervo. Qué perfectamente existencialista.

O tal vez no era el final, sino el principio de todo. Tal vez había sido el elegido, me había vuelto símbolo de algo. Como en una novela fantástica inglesa, ¿se abriría ahora la puerta del camino a un mundo de sátiros, elfos y centauros? ¿Acabarían adorándome, dándome un templo? Entonces aparecería en la novela, en el momento en que los héroes van a visitar al sabio monje en su templo, y él- extraña y asombrosa criatura- les da el críptico mensaje por el cual salvarán al mundo del nigromante malvado.

Aterrador heraldo de la muerte, reencarnación de dios egipcio, villano de cómic o tal vez héroe oscuro, no sé cual era la forma de mi destino, pero de nada serviría quedarme en casa. Y así salí a la calle. La rue Quai-de-Seine, con su enorme canal, sus cines y sus cisnes, sus viejos jugando a la petanca. La hermosa rue Quai-de-Seine, esperando abajo con los cafés abiertos y la tienda de antigüedades. Pero París era la misma ciudad gris que dejé atrás ayer, y fuera todos caminaban sin mirarme. Todos eran cuervos. Todos eran monstruosas criaturas graznantes, carroñeras. Vaya, no imaginaba así el amanecer de la era de Acuarios, the age of Aquarius, Aquarius, pero no podía ser otra cosa, sino una enorme transformación cósmica, la llegada de una etapa en la que todo iba a ser destruido, súbitamente quebrado y luego reinventado.

Estaba rodeado de monstruos. La ciudad entera se había transformado en una bandada temible de pájaros sin alas. Aquí llegaba el gran cambio, “things fall apart, the center will not hold”. El mundo conocido, el mundo de oficinas y papeleos, se caía a pedazos ante mis ojos. Y sentí que todos sabíamos que nada había que temer, éramos los elegidos. Nosotros cerraríamos un círculo, y en las manos de cada uno estaba la fuerza de un nuevo comienzo. Pero nadie parecía darse cuenta. Rectamente parisinas, caminaban gabardinas negras y picos asomando de sombreros grises en un lunes cualquiera. La tristeza del cielo lluvioso aún velaba por nosotros.

La tele del bar de la esquina mostraba imágenes del mundo entero, corriendo por Osaka o Nueva York, bandadas de humanos deformes. Informatizadas voces robóticas leían sin emoción alguna textos que los aterrorizados periodistas- lanzados todos con placer hacia una sopa de letras catastrofistas- escribían a toda prisa. La apacible y tranquila casa de Mickey Mouse había sido asaltada por una bandada de cuervos enfurecidos. Le pegaronn con bates de béisbol, luego encontraron en sus cajones heroína y preparon el envenenamiento de su víctima. Mickey Mouse había muerto aquella mañana ante una multitud enfervorecida en medio de Times Square.

Me senté, pedí mi café-créme, me encendí un cigarrillo- no es tan difícil fumar con pico- y contemplé desde la ventana el cuadro terrible. No vi al músico callejero. Y pronto en mi mente imaginaba a John Coltrane convertido en cuervo, intentando tocar un jazz con su pico. Desvié mi mente de las noticias y me concentré en la música que sonaba en mi cabeza, pero el saxofón tocado con pico suena terriblemente desafinado. Al menos el teclado seguía siendo bueno, pero al sexto minuto de no recuerdo cual de sus “First meditations” emepzó a dolerme mucho la cabeza. Un mundo sin jazz es un mundo que se acaba. “Un mundo sin jazz es un mundo que se acaba”, anoté esa frase. Era un poco idiota, pero tal vez serviría como eslógan.

No nos engañemos, siempre hemos sido carroñeros, y algo caníbales. Somos una especie temible, nuestros supermercados son una galería de gélidas vitrinas en las que se exponen los cadáveres multitud de especies, mientras nosotros damos vueltas y vueltas con los carritos, aquí un pedazo de vaca, allá el miembro amputado del cerdo. Pero no es más difícil, para mí, la idea de comer patos, pollos y demás aves de gusto delicioso. Así, por mi mente pasaba la imagen de largos pasillos de supermercados, con cuervos tirando de sus carros de la compra, mirando aquí y allá exposiciones de los más jugosos alimentos. Algunos cuervos probablemente se inclinarían por comer ojos arios, brillantes y azules, mientras que otros preferirían adobar sus bistecs de abogado con una deliciosa salsa agridulce de sangre de chino. Delicatessen para todos, por todas partes: hay superpoblación. Reserve ya su mesa de nouvelle cuisine, le daremos un excelente filete de hígado de musulmán abstemio, con una guarnición de espuma cerebral de niño prodigio, todo presentado con florituras vegetales y uñas de señora respetable. Y así la revelación llegó: una cuerva llevando un carrito de bebé, paseando coquetamente con su gabardina roja, arrastrando por la calle a su cría chillona. Por un momento, ella se paró a contemplar unas hermosas pamelas, elegantes y ostentosas, un estilo parisino a precio parisino.

La noche anterior había pasado sin cenar, y era hora de alimentarse. En su tierna crisálida de carrito, las madres guardan a sus críos entre las suaves sábanas, burbujas de dulces olores que no sospechan que en el mundo hay cabrones como yo. Y así la atmósfera sosegda e inocente del carrito del niño se quebró al asomar mi cabeza en su interior. Y me miró por un segundo, con ojos deliciosos...fue una pena que se me adelantara, pues habrían sido un buen manjar.

“¡Nevermore, nevermore!” chillaba yo mientras me retorcía tuerto por la calle, ante la indiferencia de todos los transeuntes. Nevermore, nevermore y mi cuenca supurando sangre, y el horrible niño, con esa cabeza de pájaro desplumada y esas venas marcándose en su cráneo, masticaba feliz con su pico el ojo que me había sacado. Corrí calle abajo con mi único ojo, y después me di cuenta que había sido antes, bajo no sé qué hechizo, que había estado ciego: las calles estaban llenas de muertos, y yo no me había percatado antes. Eran los pobres idiotas que intentaron alcanzar los cielos, y torpemente habían olvidado que el cuervo no volaba con su cabeza, sino con sus alas. Las calles estaban sembradas de suicidas accidentales que habían intentado volar. Hay gente muy estúpida en el mundo.

Bajé y bajé, a tumbos, casi a ciegas, dolorido. Notre Damme. Mi parada turística favorita. Allí estaba la orgullosa catedral de los franceses, la soberbia y poderosa escultura gótica, afilada y lista para rascarle el culo a Dios. Pero delante de la gran dama de París, otra enorme mujer estaba tumbada en la plaza, una gigantesca y monstruosa mujer, una godzilla humana enormemente gorda. Con su largo vestido negro, tumbada sobre su culo, moviendo las piernas frenéticamente, agarrando dos árboles en cada mano: un espectáculo dantesco. Sobre un orificio del vestido encima de su barriga, una máquina enorme con forma de pulpo succionaba y succionaba con ansia el interior del estómago de la gigante, expulsando a través de las salidas de cada una de sus extremidades metálicas fuentes de grasa amarillenta. Estaba presentando la que probablemente fuese la liposucción más grande del mundo. Ocho surtidores en ocho tentáculos metálicos, disparando a través del Sena y alcanzando a cubrir de gelatina blancoamarilla los centros comerciales y el Hotel de Ville.

Para cualquier persona de rango cultural inferior al mío, esta imagen probablemente hubiera sido confusa, pero mi agudo intelecto fue capaz de identificar a la susodicha monstrua-giganta. Se trataba, imposible dudarlo, de la magnífica Reina Victoria de la Inglaterra, embajadora de las tierras sajonas en territorio galo, aprovechando precios menores en cirugía estética. Ante todo esto, uno debe mantenerse imperturbable, pues a toda insípida broma inglesa, todo francés debiera replicar con “we are not amused”. Así que no me dejé intimidar por su terrible papada, su afición a la cerveza alemana, sus palacios de cristal, su duelo por los hijos muertos. Me quedé quieto, perfectamente quieto, y aunque sentía la adrenalina estallar en mi cuerpo, ni un solo temblor perturbó mi expresión. No es que no tuviera miedo, pues sabía que la rabia dentro de esta mujer era todo el siglo XX. De agarrarme, seguro me castigaría, me haría comer gastronomía escocesa y me azotaría con un corsé mecánico. Pero yo, yo me mantuve rígido, con toda mi voluntad: los franceses no siempre nos rendimos. Era hora de demostrarlo.

Iba a tomar su grasa, iba a tomar su grasa y hacer jabón. No podía tocarla con mis manos, pero para ello estaba mi fiel cuchara, lista para recoger la mejor grasa: grasa de la realeza, grasa de los grandes cocineros, grasa de comida inglesa sobresaturada de salsas y mantequilla. Me imaginé a mi mismo siendo el rey del jabón del nuevo mundo, jabón para su crin de cuervo, fórmula anticaída de plumas, fórmula plumas brillantes. Y sobre la proa de un barco de jabón, flotando en el mar Mediterráneo, dándole la espuma que le falta, yo cantando, yo cantando Asia a un lado, al otro Europa...¡y allá su frente Istambul!

Pero en mi maletín no encontré cuchara alguna. Es extraño porque siempre la llevo conmigo, listo para devorar a cualquier yogur que me desafíe en la oficina. ¿Dónde había caído la cuchara? Era imposible saberlo: mi maletín es un desastre, donde palpo ciegamente buscando para encontrar cigarrillos rotos, billetes de metro gastados y facturas. Así que busqué más al fondo, busqué hundiendo las manos primero, luego la cabeza, y al fin ya medio cuerpo entero metido en el maletín, con los pies agitándose y colgando fuera, el resto de mi colgando en el vacío negro de mi maleta, ¿dónde está mi cuchara, dónde está mi cuchara?

Encontré un transatlántico soviético. No recordaba haberlo dejado ahí, me parece que era el Lermontov, pero podría haber sido el Tarakan. Buscando más profundamente, acabé por encontrarme la Ciudad Prohibida de Beijing, y lo que quedaba de la de Hue. Después el set entero de la película “Cleopatra”. Tampoco recordaba haberlo dejado ahí. Busqué más profundamente y acabé por caerme, abajo, abajo, a toda velocidad a través del vacío de mi maletín, preguntándome cuánto falta para el fondo.

Y caía, y todo el mundo caía conmigo, el universo entero no esperaba el turno y entraba por la apertura, brillando allá arriba, tan lejana. Me agarré por un momento a la cúpula del Sacre Coêur, pero me golpeó un expositor de postales de París y salí de nuevo despedido hacia el caer infinito. Fueron muchas horas, y cuando finalmente encontré un lugar tranquilo en la sala de espera de un dentista neoyorkino, las astillas de la Pagoda Dorada entraron por las ventanas y casi me acribillan en un espectacular estallido de oro.

Maldito vórtice primordial, cómo caía todo. Todo, todo: las bibliotecas y los autobuses, las grandes obras de arte y las farolas, pero sobretodo muchos, muchos hijos de puta. El fondo parecía no llegar nunca, y pronto algunos empezaron a planear abrir negocios en caída libre, organizar de nuevo los sistemas, las burocracias, las guerras y las revoluciones.

Por fortuna creo que no queda mucho para el gran golpe final, o la fusión cósmica de todo en uno, oh Big Crunch, oh eterno retorno. Seguramente acierto, a fin de cuentas es mi maletín. Me agarro a un sillón que encontré, me hago con bolsas de patatas para alimentarme mientras todo cae hacia abajo. Me meto la mano en el bolsillo. Joder, he perdido el tabaco, he perdido el tabaco a la vez que todo se acaba y cae, y cae, y cae. Bueno, la vista es muy buena de todas formas.

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