lunes, 20 de abril de 2009

Me corto al afeitarme. Es así de sencillo. Es tan simple como ver la sangre en mi mejilla, aquí estoy, soy materia, soy un contorno finito, no un ángel. Materia. Estoy arraigado en la tierra. Soy sangre.

Vagamos por la vida ignorando nuestra única certeza. Todo se acaba. No hay un mapa del tesoro esperándonos, el horizonte es un espejismo que se aleja a cada paso. Estoy aquí, ahora. El instante es todo lo que tengo. No el gran pájaro, no el ángel. Las alas de carnaval que me quito y que me pongo.

He sido arrojado al mundo, vivo bajo el peso de mi nombre. Todos cargamos el interrogante de nuestro propio misterio: Estoy aquí. Estoy aquí y todo me empuja. Me balanceo al borde del abismo, y abajo no hay red, no hay colchón. El jefe del circo lo grita a través de su megáfono "qué coraje, qué coraje nacer, desafiar a la muerte".

Aquí empieza la historia. Cuántas historias empiezan aquí. Fuera el cielo gris, fuera el ruido del tráfico, el aleteo de palomas: un espacio conocido, un lugar común. Un tipo cualquiera lleva puestas unas alas que no son suyas y es el tres de noviembre de no importa qué año, en no importa qué ciudad.

Son las alas que me quito y que me pongo.
No sirven para volar. Capturan, solamente,
un azul instantáneo entre los cielos
surcados por nubes lentas, azorados
por los vientos...
pero no sirven para volar.
Desde lo alto de los enormes rascacielos
vuelan suicidas contra la tierra,
y mientras mis botas
se hunden en la nieve,
y el hielo que me arde
anuncia en silencio esta certeza.
Estoy aquí. Y soy materia.

Son las alas que sostengo y que contemplo,
y las dejo colgadas en las arcas,
y construyo mi museo de fracasos,
de mil intentos de despegue,
de caídas
todavía por venir. Y al final
siempre, siempre la tierra
se clava contra mi,
me implora que la ame.

Son las alas que me anclan a la tierra,
son las alas que me arrastran a la noche.

sábado, 18 de abril de 2009

EL GUARDADOR DE REBAÑOS (1912)

Alberto Caeiro (Fernando Pessoa)

V

Bastante metafísica hay en no pensar en nada.

¿Qué pienso yo del mundo?
¡Yo qué sé lo que pienso del mundo!
Me pondría a pensarlo si enfermara.

¿Qué idea tengo de las cosas?
¿Qué opinión es la mía sobre causas y efectos?
¿Qué he meditado sobre Dios y el alma
y sobre la creación del Mundo?
No sé. Pensarlo para mí es cerrar los ojos
y no pensar. Es correr las cortinas
de mi ventana (que no tiene cortinas).

¿El misterio de las cosas? ¡Qué sé yo qué es el misterio!
El único misterio es que haya quien piense en el misterio.
Quien está al sol y cierra los ojos
al principio no sabe qué es el sol
y piensa muchas cosas llenas de calor.
Mas abre los ojos y ve el sol
y no puede ya pensar en nada
porque la luz del sol vale más que los pensamientos
de todos los filósofos y de todos los poetas.
La luz del sol no sabe lo que hace
y por eso no yerra y es común y es buena.

¿Metafísica? ¿Qué metafísica tienen esos árboles?
La de ser verdes, la de tener copa y ramas,
y la de dar fruto a su hora, y eso no nos hace pensar
que no sabemos darnos cuenta de ellos.
¿Habrá mejor metafísica que la suya
de no saber para qué viven
ni saber que no lo saben?

"Constitución íntima de las cosas"...
"Sentido íntimo del universo"...
Todo eso es falso, todo eso no quiere decir nada.
Increíble, que se puedan pensar cosas así.
Es como pensar en razones y fines
cuando empieza a rayar la mañana y allá por la arboleda
un vago oro lustroso va perdiendo oscuridad.

Pensar en el sentido íntimo de las cosas
es sobreañadir, es como pensar en la salud
o llevar un vaso de agua a los manantiales.

El único sentido íntimo de las cosas
es el de no tener sentido íntimo alguno.

No creo en Dios porque nunca lo he visto.
Si él quisiera que yo creyese en él
vendría sin duda a hablar conmigo,
y cruzaría mi puerta, casa adentro,
me diría: ¡Aquí estoy!

(Esto tal vez suene ridículo al oído
de quien, por no saber qué sea el mirar a la cosas,
no entiende al que habla de ellas
con el modo de hablar que el fijarse en ellas nos eseneña.)

Pero si Dios es las flores y los árboles
y los montes y el luar* y el sol,
entonces creo en él,
entonces creo en él a todas horas
y mi vida entera es una oración y misa
y una comunión con los ojos y por los oídos.

Pero si Dios es las flores y los árboles
y los montes y el luar y el sol,
¿por qué llamarle Dios?

Le llamo flores y árboles y sol y luar y montes;
porque si él se hizo, para que yo lo viese,
sol y luar y montes y árboles y flores,
si ante mí aparece como árboles y montes
y luar y sol y flores
es porque quiere que yo lo conozca
como árboles y montes y flores y luar y sol.

Y por eso, obedezco
(¿qué más sé yo de Dios que Dios no sepa de sí mismo?).
Le obedezco al vivir tan espontáneamente
como quien abre los ojos y ve,
y le llamo luar y sol y flores y árboles y montes,
y le amo sin pensar en él,
y lo pienso al ver y oír,
y ando con él a todas horas.

* luz de luna

MAMÁ, MAMÁ, POR QUÉ NO TE HICISTE UNA LIGADURA DE TROMPAS

un poema por Wolf Barren

Joder, mamá,
cuánto te quiero,
pero ya te podrías haber pinchao
con jaco del malo en tu embarazo.
Así con suerte hubiese nacido muerto.
Joder, mamá,
que es eso de tirarme a la existencia
donde tengo que vivir
de fumarme chustas de cerdas,
de beber culos de cerveza.
DE BEBER CULOS.

Joder, mamá,
cuánto te quiero,
pero ya podrías haberte puesto un diafragma
el día que aquel borracho te folló
hasta hacerte cagar la mierda que soy.
JOOOOOODEEEEEER,
MAMÁ, a ver si te lo coses ya,
que tus hijos odian este mundo.

Querido lector,
si escuchas lo que te digo
hazte un nudo en la polla
y no traigas más mierda al mundo,
para no ser como
mamá, mamá,
cuánto te quiero,
pero por qué no le diste
mejor uso a tus perchas que colgar
esos vestidos de flores,
esas enaguas de gorda,
esos petitos pre-natal.

Mamá, cuánto te quiero, joder,
pero ponte un tapón en el coño.

Joder, mamá,
cuánto te quiero
en este día de la madre,
pero mira que te digo,
si me hubieras matado al nacer
no recibirías estos regalos
de mieeeeeerda.


VIDA

A Paula Romero

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.


Me corto al afeitarme. Es así de sencillo. Es tan simple como ver la sangre en mi mejilla, aquí estoy, soy materia, soy un contorno finito, no un ángel. Materia. Estoy arraigado en la tierra. Soy sangre.

Vagamos por la vida ignorando nuestra única certeza. Todo se acaba. No hay un mapa del tesoro esperándonos, el horizonte es un espejismo que se aleja a cada paso. Estoy aquí, ahora. El instante es todo lo que tengo. No el gran pájaro, no el ángel. Las alas de carnaval que me quito y que me pongo.

He sido arrojado al mundo, vivo bajo el peso de mi nombre. Todos cargamos el interrogante de nuestro propio misterio, todos ansiamos resolverlo. Estoy aquí. Estoy aquí y todo me empuja. Me balanceo al borde del abismo, y abajo no hay red, no hay colchón. El jefe del circo lo grita a través de su megáfono "qué coraje, qué coraje nacer, desafiar a la muerte".

Aquí empieza la historia. Cuántas historias empiezan aquí. Fuera el cielo gris, fuera el ruido del tráfico, el aleteo de palomas: un espacio conocido, un lugar común. Un tipo cualquiera lleva puestas unas alas que no son suyas y es el tres de noviembre de no importa qué año, en no importa qué ciudad.

Son las alas que me quito y que me pongo.
No sirven para volar, Capturan, solamente,
un azul instantáneo entre los cielos
surcados por nubes lentas, azorados
por los vientos...
pero no sirven para volar.
Desde lo alto de los enormes rascacielos
vuelan suicidas contra la tierra,
y mientras mis botas
se hunden en la nieve,
y el hielo que me arde
anuncia en silencio esta certeza.
Estoy aquí. Y soy materia.

Son las alas que sostengo y que contemplo,
y las dejo colgadas en las arcas,
y construyo mi museo de fracasos,
de mil intentos de despegue,
de caídas
todavía por venir. Y al final
siempre, siempre la tierra
se clava contra mi,
me implora que la ame.

Son las alas que me anclan a la tierra,
son las alas que me arrastran a la noche.

BILLIE HOLIDAY

Van a tener que amar tu voz
los borrachos heridos de tristeza,
los prisioneros de la lluvia acumulada,
los gatos perdidos de la noche.
Van a tener que saberte
pena a pena, trago a trago.

Hay una voz de luz en humo,
hay un otoño en Nueva York,
y un tren marcha sin saber a dónde,
y los álamos del sur
dan a los cuervos fruta extraña.

Hay un jazz que estalla en negro.
Hay una vitrola en cuerpo y alma,
y su flor respira el llanto
de tantos domingos oscuros,
de tantas batallas perdidas.
Así regresa el ayer sepultado,
y es tuya la juventud
y es tuya la belleza
y es tuya la verdad.

Siempre abro la puerta a los fantasmas.
El tiempo se deshace en vino azul
en las anchas avenidas
de un lunes bajo la lluvia.
Anuncios

Se busca cínico para compartir barril.
Emplazamiento céntrico, Calle Desencanto.
Completamente equipado:
vino, Diógenes y Bogart.
Abstenerse amelies
y demás estirpes luminosas.


Se regala sueño inadmisible,
inatendido por falta de cojones.
Requeridos avales de locura.


Perdido sombrero lleno de ideas.
Amigable, responde por su nombre,
volador y de tendencia dadaista.


Perdida metáfora perfecta.
Vista por última vez muy lejos de la luna,
recompensa en sinécdoques y rimas.

Cambio ripio espantoso,
terco y baboso,
ronca como un oso.
En mi verso hace poso
ruego a un carrasposo
me lo cambie por Dulcinea del Toboso.

Se busca culo prieto
para relación superficial.
Abstenerse hölderlines
y nemequitepás.

Cursillo acelerado de suicida.
¡Mátese ya!
Calle Diciembre, número 25,
vigésimo piso hasta abajo.

Se busca calavera para teatro existencial.
imprescindible experiencia en no ser,
remuneración en abismos y vacío.

Se ofrece musa comercial.
Prosa terpidante, subtrama de amor.
Bestseller garantizado,
stands de lujo en aeropuertos.
Cómpreme ya.

Se compra inspiración
para versificar anuncios.
Pago en idioteces circulares.

Esteticien poético,
cabello de oro, mar en sus ojos.
Transfórmese ya:
Parezca la palabra melancolía.

Borracho busca tango amigo.
Grata compañía, alta cuenta de lágrimas.
Máxima urgencia:
podría pasarme al canto tirolés.

Se vende refugio del mundo.
Buena localización, en un país lejano.
Muralla a prueba de hijoputas.

Se vende síndrome de Cotard,
casi nuevo, usado sólo en el invierno.
Ideal para enterradores, zombies
y reinas de la fiesta.

miércoles, 8 de abril de 2009

La gente cuervo de París

Aquella mañana me desperté transformado en un horrible monstruo. “Por lo menos no soy una cucaracha”, me dije al contemplar mi terrible rostro en el espejo. Aunque mi cuerpo seguía siendo el que metí- solitario- en la cama la noche de ayer, mi cabeza había sido terriblemente desfigurada. Me contemplaban unos ojos con una expresión entre sorpresa y enorme vacío, y mi boca se había alargado monstruosamente hasta convertirse en un pico afilado y retorcido como un garfio. Mi pelo revuelto eran ahora plumas negras, cubriendo mi rostro por entero, me había convertido en la sátira de un Dios egipcio, en una criatura espantosa con aspecto de llevar sobre sus hombros la guadaña de la muerte. Oh, sí, la mía era la cabeza de un cuervo, esa carismática bestia carroñera, esa que hace de los restos del campo de batallas un festín de entrañas y de ojos.

El desayuno fue extraño: la falta de dientes y de labios lo dificultaba todo. Estuve veinte minutos desmenuzando con cuidado el croissant, y me derramé patéticamente el café sobre la camisa. Hubiese querido maldecir a la creación, pero incluso la voz me había sido arrebatada, y todas las blasfemias que mi frustración empujaba salían proyectadas de mi boca en forma de terribles graznidos. “Nevermore, nevermore”, me aconsejaba el pequeño fantasma de Poe que llevo dentro. “Nevermore, nevermore” era todo lo que salía por mi boca, ¿nevermore qué? Probablemente todo. Me había transfigurado en un ave de carroña, en un emisario de la noche. Un cuervo, joder, un puto cuervo. Qué perfectamente existencialista.

O tal vez no era el final, sino el principio de todo. Tal vez había sido el elegido, me había vuelto símbolo de algo. Como en una novela fantástica inglesa, ¿se abriría ahora la puerta del camino a un mundo de sátiros, elfos y centauros? ¿Acabarían adorándome, dándome un templo? Entonces aparecería en la novela, en el momento en que los héroes van a visitar al sabio monje en su templo, y él- extraña y asombrosa criatura- les da el críptico mensaje por el cual salvarán al mundo del nigromante malvado.

Aterrador heraldo de la muerte, reencarnación de dios egipcio, villano de cómic o tal vez héroe oscuro, no sé cual era la forma de mi destino, pero de nada serviría quedarme en casa. Y así salí a la calle. La rue Quai-de-Seine, con su enorme canal, sus cines y sus cisnes, sus viejos jugando a la petanca. La hermosa rue Quai-de-Seine, esperando abajo con los cafés abiertos y la tienda de antigüedades. Pero París era la misma ciudad gris que dejé atrás ayer, y fuera todos caminaban sin mirarme. Todos eran cuervos. Todos eran monstruosas criaturas graznantes, carroñeras. Vaya, no imaginaba así el amanecer de la era de Acuarios, the age of Aquarius, Aquarius, pero no podía ser otra cosa, sino una enorme transformación cósmica, la llegada de una etapa en la que todo iba a ser destruido, súbitamente quebrado y luego reinventado.

Estaba rodeado de monstruos. La ciudad entera se había transformado en una bandada temible de pájaros sin alas. Aquí llegaba el gran cambio, “things fall apart, the center will not hold”. El mundo conocido, el mundo de oficinas y papeleos, se caía a pedazos ante mis ojos. Y sentí que todos sabíamos que nada había que temer, éramos los elegidos. Nosotros cerraríamos un círculo, y en las manos de cada uno estaba la fuerza de un nuevo comienzo. Pero nadie parecía darse cuenta. Rectamente parisinas, caminaban gabardinas negras y picos asomando de sombreros grises en un lunes cualquiera. La tristeza del cielo lluvioso aún velaba por nosotros.

La tele del bar de la esquina mostraba imágenes del mundo entero, corriendo por Osaka o Nueva York, bandadas de humanos deformes. Informatizadas voces robóticas leían sin emoción alguna textos que los aterrorizados periodistas- lanzados todos con placer hacia una sopa de letras catastrofistas- escribían a toda prisa. La apacible y tranquila casa de Mickey Mouse había sido asaltada por una bandada de cuervos enfurecidos. Le pegaronn con bates de béisbol, luego encontraron en sus cajones heroína y preparon el envenenamiento de su víctima. Mickey Mouse había muerto aquella mañana ante una multitud enfervorecida en medio de Times Square.

Me senté, pedí mi café-créme, me encendí un cigarrillo- no es tan difícil fumar con pico- y contemplé desde la ventana el cuadro terrible. No vi al músico callejero. Y pronto en mi mente imaginaba a John Coltrane convertido en cuervo, intentando tocar un jazz con su pico. Desvié mi mente de las noticias y me concentré en la música que sonaba en mi cabeza, pero el saxofón tocado con pico suena terriblemente desafinado. Al menos el teclado seguía siendo bueno, pero al sexto minuto de no recuerdo cual de sus “First meditations” emepzó a dolerme mucho la cabeza. Un mundo sin jazz es un mundo que se acaba. “Un mundo sin jazz es un mundo que se acaba”, anoté esa frase. Era un poco idiota, pero tal vez serviría como eslógan.

No nos engañemos, siempre hemos sido carroñeros, y algo caníbales. Somos una especie temible, nuestros supermercados son una galería de gélidas vitrinas en las que se exponen los cadáveres multitud de especies, mientras nosotros damos vueltas y vueltas con los carritos, aquí un pedazo de vaca, allá el miembro amputado del cerdo. Pero no es más difícil, para mí, la idea de comer patos, pollos y demás aves de gusto delicioso. Así, por mi mente pasaba la imagen de largos pasillos de supermercados, con cuervos tirando de sus carros de la compra, mirando aquí y allá exposiciones de los más jugosos alimentos. Algunos cuervos probablemente se inclinarían por comer ojos arios, brillantes y azules, mientras que otros preferirían adobar sus bistecs de abogado con una deliciosa salsa agridulce de sangre de chino. Delicatessen para todos, por todas partes: hay superpoblación. Reserve ya su mesa de nouvelle cuisine, le daremos un excelente filete de hígado de musulmán abstemio, con una guarnición de espuma cerebral de niño prodigio, todo presentado con florituras vegetales y uñas de señora respetable. Y así la revelación llegó: una cuerva llevando un carrito de bebé, paseando coquetamente con su gabardina roja, arrastrando por la calle a su cría chillona. Por un momento, ella se paró a contemplar unas hermosas pamelas, elegantes y ostentosas, un estilo parisino a precio parisino.

La noche anterior había pasado sin cenar, y era hora de alimentarse. En su tierna crisálida de carrito, las madres guardan a sus críos entre las suaves sábanas, burbujas de dulces olores que no sospechan que en el mundo hay cabrones como yo. Y así la atmósfera sosegda e inocente del carrito del niño se quebró al asomar mi cabeza en su interior. Y me miró por un segundo, con ojos deliciosos...fue una pena que se me adelantara, pues habrían sido un buen manjar.

“¡Nevermore, nevermore!” chillaba yo mientras me retorcía tuerto por la calle, ante la indiferencia de todos los transeuntes. Nevermore, nevermore y mi cuenca supurando sangre, y el horrible niño, con esa cabeza de pájaro desplumada y esas venas marcándose en su cráneo, masticaba feliz con su pico el ojo que me había sacado. Corrí calle abajo con mi único ojo, y después me di cuenta que había sido antes, bajo no sé qué hechizo, que había estado ciego: las calles estaban llenas de muertos, y yo no me había percatado antes. Eran los pobres idiotas que intentaron alcanzar los cielos, y torpemente habían olvidado que el cuervo no volaba con su cabeza, sino con sus alas. Las calles estaban sembradas de suicidas accidentales que habían intentado volar. Hay gente muy estúpida en el mundo.

Bajé y bajé, a tumbos, casi a ciegas, dolorido. Notre Damme. Mi parada turística favorita. Allí estaba la orgullosa catedral de los franceses, la soberbia y poderosa escultura gótica, afilada y lista para rascarle el culo a Dios. Pero delante de la gran dama de París, otra enorme mujer estaba tumbada en la plaza, una gigantesca y monstruosa mujer, una godzilla humana enormemente gorda. Con su largo vestido negro, tumbada sobre su culo, moviendo las piernas frenéticamente, agarrando dos árboles en cada mano: un espectáculo dantesco. Sobre un orificio del vestido encima de su barriga, una máquina enorme con forma de pulpo succionaba y succionaba con ansia el interior del estómago de la gigante, expulsando a través de las salidas de cada una de sus extremidades metálicas fuentes de grasa amarillenta. Estaba presentando la que probablemente fuese la liposucción más grande del mundo. Ocho surtidores en ocho tentáculos metálicos, disparando a través del Sena y alcanzando a cubrir de gelatina blancoamarilla los centros comerciales y el Hotel de Ville.

Para cualquier persona de rango cultural inferior al mío, esta imagen probablemente hubiera sido confusa, pero mi agudo intelecto fue capaz de identificar a la susodicha monstrua-giganta. Se trataba, imposible dudarlo, de la magnífica Reina Victoria de la Inglaterra, embajadora de las tierras sajonas en territorio galo, aprovechando precios menores en cirugía estética. Ante todo esto, uno debe mantenerse imperturbable, pues a toda insípida broma inglesa, todo francés debiera replicar con “we are not amused”. Así que no me dejé intimidar por su terrible papada, su afición a la cerveza alemana, sus palacios de cristal, su duelo por los hijos muertos. Me quedé quieto, perfectamente quieto, y aunque sentía la adrenalina estallar en mi cuerpo, ni un solo temblor perturbó mi expresión. No es que no tuviera miedo, pues sabía que la rabia dentro de esta mujer era todo el siglo XX. De agarrarme, seguro me castigaría, me haría comer gastronomía escocesa y me azotaría con un corsé mecánico. Pero yo, yo me mantuve rígido, con toda mi voluntad: los franceses no siempre nos rendimos. Era hora de demostrarlo.

Iba a tomar su grasa, iba a tomar su grasa y hacer jabón. No podía tocarla con mis manos, pero para ello estaba mi fiel cuchara, lista para recoger la mejor grasa: grasa de la realeza, grasa de los grandes cocineros, grasa de comida inglesa sobresaturada de salsas y mantequilla. Me imaginé a mi mismo siendo el rey del jabón del nuevo mundo, jabón para su crin de cuervo, fórmula anticaída de plumas, fórmula plumas brillantes. Y sobre la proa de un barco de jabón, flotando en el mar Mediterráneo, dándole la espuma que le falta, yo cantando, yo cantando Asia a un lado, al otro Europa...¡y allá su frente Istambul!

Pero en mi maletín no encontré cuchara alguna. Es extraño porque siempre la llevo conmigo, listo para devorar a cualquier yogur que me desafíe en la oficina. ¿Dónde había caído la cuchara? Era imposible saberlo: mi maletín es un desastre, donde palpo ciegamente buscando para encontrar cigarrillos rotos, billetes de metro gastados y facturas. Así que busqué más al fondo, busqué hundiendo las manos primero, luego la cabeza, y al fin ya medio cuerpo entero metido en el maletín, con los pies agitándose y colgando fuera, el resto de mi colgando en el vacío negro de mi maleta, ¿dónde está mi cuchara, dónde está mi cuchara?

Encontré un transatlántico soviético. No recordaba haberlo dejado ahí, me parece que era el Lermontov, pero podría haber sido el Tarakan. Buscando más profundamente, acabé por encontrarme la Ciudad Prohibida de Beijing, y lo que quedaba de la de Hue. Después el set entero de la película “Cleopatra”. Tampoco recordaba haberlo dejado ahí. Busqué más profundamente y acabé por caerme, abajo, abajo, a toda velocidad a través del vacío de mi maletín, preguntándome cuánto falta para el fondo.

Y caía, y todo el mundo caía conmigo, el universo entero no esperaba el turno y entraba por la apertura, brillando allá arriba, tan lejana. Me agarré por un momento a la cúpula del Sacre Coêur, pero me golpeó un expositor de postales de París y salí de nuevo despedido hacia el caer infinito. Fueron muchas horas, y cuando finalmente encontré un lugar tranquilo en la sala de espera de un dentista neoyorkino, las astillas de la Pagoda Dorada entraron por las ventanas y casi me acribillan en un espectacular estallido de oro.

Maldito vórtice primordial, cómo caía todo. Todo, todo: las bibliotecas y los autobuses, las grandes obras de arte y las farolas, pero sobretodo muchos, muchos hijos de puta. El fondo parecía no llegar nunca, y pronto algunos empezaron a planear abrir negocios en caída libre, organizar de nuevo los sistemas, las burocracias, las guerras y las revoluciones.

Por fortuna creo que no queda mucho para el gran golpe final, o la fusión cósmica de todo en uno, oh Big Crunch, oh eterno retorno. Seguramente acierto, a fin de cuentas es mi maletín. Me agarro a un sillón que encontré, me hago con bolsas de patatas para alimentarme mientras todo cae hacia abajo. Me meto la mano en el bolsillo. Joder, he perdido el tabaco, he perdido el tabaco a la vez que todo se acaba y cae, y cae, y cae. Bueno, la vista es muy buena de todas formas.