sábado, 2 de junio de 2012

Tomos

TOMOS

En mi librería hay una sección para muerte,
y otra para la historia de Irlanda,
unas pocas estanterías con poemas de China y de Japón,
y en el centro una fila de imperturbables libros de referencia,
aquellos a los que uno puede ir siempre,
cuando la noche se equivoca
o el día es una promesa vacía.

No tengo nada en contra
del fino monográfico, o la extraña duda,
la nota sobre la identidad del dentista de Chejov,
pero lo que prefiero en días así
es sentarme en el sillón,
tomar La Historia del Mundo,
y tener entre mis manos un libro
que contiene casi todo
y no pesa más que un saco de patatas,
once libras, descubrí un día en que lo puse
en la balanza de hierro negro
que mi madre solía guardar en la cocina,
la máquina en que ponía
una cierta cantidad de harina,
una cierta cantidad de pescado.

Abierto sobre mi falda
bajo el halo de la lámpara,
un libro como este siempre tiene maneras
de calmar los nervios,
callando la turbadora espuma de información
que se alza en torno mi cintura
y aunque nunca menciona
las labores silenciosas de los pobres,
las quimeras de fruteros y sastres,
o las caras de hombres y mujeres solos en habitaciones-

aunque nunca menciona a mi madre,
ahora que pienso en ella,
que el año pasado se desprendió del borde de la tierra
en su cama eléctrica,
en su camisón rosa suave
trabados los huesos de sus dedos,
sus ojos hundidos mirando hacia arriba,
más allá de todo conocimiento,
más allá de las minúsculas figuras de la historia,
algunas de uniforme, otras no,
marchando por las páginas de este pesadísimo libro.

Billy Collins

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